¿Puede un niño de tres años tener recuerdos? «Recuerdo con claridad tres o cuatro imágenes», dice Leonida Bélaia a la escritora Svetlana Alexiévich. Leonida se recuerda preguntando a su madre quiénes son esos desconocidos que gritan y ríen igual que los chicos de su aldea: «Espantada, me responde: “Los alemanes”». Leonida se recuerda escondida en la falda mojada de su abuela antes de regresar a la aldea, con las casas hechas tizones: «Allí donde estaba la casa de los vecinos encuentro un peine pequeño. Lo reconozco: la hija de los vecinos (se llamaba Aniutka) me peinaba con él. Mi madre no puede contestarme: “¿Dónde están la niña y su mamá? ¿Por qué no vuelven?”».
En «Últimos testigos» (Debate), el quinto libro de Alexiévich traducido al español, el cuarto desde que le concedieron hace un año el Premio Nobel de Literatura, la reportera bielorrusa cuenta la Segunda Guerra Mundial desde la memoria de los niños soviéticos que sobrevivieron al conflicto. Y, pese a la dificultad del plan, Alexiévich consigue sacar de sus entrevistados, cuarenta años después del horror, aquellas imágenes que les robaron la inocencia. «No éramos niños. A los diez u once años ya éramos hombres y mujeres», lamenta Víctor Leschinski, a quien la guerra le pilló con seis años.
La obra, que fue publicada en 1985, sigue el patrón de todos los libros anteriores de Alexiévich. Elige a cientos de testigos —solo en Bielorrusia había al final de la guerra 27.000 huérfanos repartidos en distintos orfanatos— y les hace compañía durante horas. Luego selecciona los testimonios más ilustrativos para darles forma. «Querida mía, ¿para qué me hace tantas preguntas?». En sus «novelas de voces», la autora no entrevista a las víctimas, dice, sino que habla con ellas. Así, ofreciéndose como una amiga, logra abrir las puertas de la memoria, aunque esta esconda episodios tan lejanos. Los monólogos de los niños de la guerra, los últimos testigos, se encadenan en el libro uno tras otro. Todo sin que aparezca la voz de Alexiévich.
Un niño vio con ocho años «cosas que no se deben ver»: «Vi cómo una noche un tren alemán descarriló y ardió. A la mañana siguiente los alemanes pusieron sobre los raíles a todos los trabajadores del ferrocarril; luego hicieron pasar una locomotora por encima de sus cuerpos…». Aliosha Krivoshéi solo conserva un recuerdo: «Bajaba al sótano y contaba: un pollito, dos, tres… Eran cinco… También contaba las bombas. Una, dos…, siete… Así fue como aprendí a contar». Nina Rachítskaia preguntaba son siete años si los ratones se podían comer: «¿Y las urracas? ¿Por qué mamá no hace una sopa de escarabajos bien grande?». Pero en los campos de concentración no había pájaros ni escarabajos. Galina Fírsova, en cambio, no recuerda «en qué momento la idea de comerte a tu gato o a tu perro se convirtió en algo normal».
Vasia Saúlchenko soñó durante años con el primer alemán al que mató: «Él estaba herido… Yo quería coger su fusil de asalto, me habían enviado a quitarle el arma. Yo ya había cumplido diez años […]. Vi su pistola bailando delante de mis ojos; el alemán la cogía con las dos manos y la movía delante de mi cara. No le dio tiempo a ser el primero en disparar, fui yo…».
Alexiévich se convirtió el año pasado en la primera autora en recibir el Premio Nobel de Literatura por su trabajo periodístico. La elección se interpretó como un reconocimiento a la no ficción, un género que se define por su escrupuloso respeto a la veracidad de los hechos y testimonios. Sin embargo, la autora bielorrusa defiende que su propuesta, «aun siendo todo no ficción», está más cerca de la literatura que del periodismo. Hasta la concesión del Nobel, solo una de sus obras, «Voces de Chernóbil» (Debate), había sido traducida al español. En doce meses se han publicado cuatro más. «Los muchachos de zinc» (Debate) salió antes que «Últimos testigos».
Publicado originalmente en 1990, en «Los muchachos de zinc» Alexiévich desveló lo que la URSS intentó ocultar: los miles de soldados que murieron en la guerra de Afganistán entre 1979 y 1989. Los cadáveres regresaban a sus hogares en ataúdes de zinc sellados sin que el Estado reconociera el conflicto. «Morían por explosiones de minas… a menudo lo único que quedaba de una persona era medio cubo lleno de trozos de carne… Y nosotros escribíamos: falleció en un accidente de coche, cayó por un precipicio, sufrió una intoxicación alimentaria. Solo cuando ya se contaban a miles nos dieron permiso para comunicar la verdad a sus familiares», dice una enfermera.Murieron 15.051 rusos.
A diferencia de «Últimos testigos», en esta obra la autora no da nombres reales para respetar el secreto de confesión, según dice en una nota introductoria. Y porque no es lo mismo la verdad que la verosimilitud, explica después, en el relato del juicio al que se enfrentó. A Alexiévich la denunciaron —y la condenaron— por manipular uno de los monólogos. La Premio Nobel, que solicitó sin éxito un peritaje literario, reivindicó que su trabajo era una obra artística: «No invento, no fantaseo, sino que construyo los libros a partir de la realidad misma».
¿Tiene derecho Alexiévich, en su condición de periodista, a elaborar una redacción literaria de los testimonios? Según un informe de la Academia de Ciencias Bielorrusia que ella da por bueno, «Los muchachos» de zinc responde al género de la literatura documental: «La autenticidad y la creatividad están presentes en proporciones que permiten identificar la obra como prosa literaria y no como periodismo». Por cierto, los investigadores también catalogan como literatura documental los anteriores libros de la autora («La guerra no tiene rostro de mujer, Los últimos testigos»). ¿Solo maquilla la memoria o le hace cirugía estética?
Quizá habría que asumir que el Nobel de Alexiévich no premió el periodismo.
Fuente: ABC
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